The Mitchells vs the Machines (2021)

Uno es lo que consume, dicen algunos. No me considero artista, pero sí un entusiasta del arte. Crecí entre lápices de colores, fibras y pinturas. Tuve una guitarra desde muy chico. Empecé a leer y escribir en mi preadolescencia. Todo el consumo de materiales audiovisuales o simplemente visuales, antes de saber que el arte, de alguna forma, iba a atravesar mi vida, me fue definiendo. El terror, la animación, los procesos, las formas, los estilos. Me formé en esas tres disciplinas (si me permiten llamarles así) no con una búsqueda profesional inicialmente, sino como forma de extrapolar mis ideas, mis emociones y sentimientos. Así como The Exorcist (William Friedkin, 1973) o A Nightmare on Elm Street (Wes Craven, 1984) me marcaron en cuanto al cine de terror, el cine de animación también tuvo un impacto muy importante en mi vida y tuvo cinco exponentes principales: Fantasia, el clásico de Disney de 1940, Akira (Katsuhiro Ôtomo, 1988), Toy Story (John Lasseter, 1995), Final Fantasy: The Spirits Within (Hironobu Sakaguchi y Motonori Sakakibara, 2001) y Spider-Man: Into the Spider-Verse (Bob Persichetti, Peter Ramsey y Rodney Rothman, 2018). The Mitchells vs the Machines (Michael Rianda, 2021) no está en esa lista, pero rasca la superficie.
Desde el primer día en el que leí un libro, creé una historia en mi cabeza y decidí escribirla, pasaron más de 30 años, y en el camino leí tanto y me nutrí tanto de literatura y de talleres y cursos, que indefectiblemente mejoré. Desde el primer día que me aferré a mi primera guitarra eléctrica (una Washburn), también pasaron más de 30 años y luego de escuchar muchísima música, ir a profesores, aprender y practicar mucho, algún cambio hubo. En el dibujo fue lo mismo, pero me animo a decir que, en ese caso, fueron más de 40 años, porque ya dibujaba incluso antes de caminar. De nuevo, estudiar, aprender, formarme, mirar muchísimo material de referencia como comics, art books de artistas que admiraba como Jim Lee, Alex Ross, Moebius, Todd McFarlane, Joe Madureira, Bernie Wrightson, Marc Silvestri, Eduardo Risso, Michael Turner, Alcatena, Altuna, Alberto Breccia, Lalia, Solano López, Olivetti y tantos otros, hizo que en tantos años, mi técnica se hiciera cada vez más fuerte, sólida y personal.
Y les pido disculpas por esta introducción que poco tiene que ver con la película, pero quería marcar un punto: sea cual sea el rubro, el punto en común fue el interés y la persistencia. No hay magia, no se aprende Kung Fu como Neo en The Matrix. Hay una evolución necesaria de subir escalón por escalón, aprendiendo de cada paso, de cada ejemplo, de los mejores. Y de The Mitchells vs the Machines tiene mucho de eso, no sólo en el retazo emocional que hay detrás de la comedia absurda, sino en su estilo visual. En sus diseños, en sus formas de comunicar, en su calidad cinematográfica dentro de la propia cinematografía, en los efectos especiales, en la mixtura de estilos. Eso no se da de un día a otro, es parte de un proceso. Sería demasiado simplista de mi parte decir que esta película simplemente “le da una pequeña vuelta de tuerca” a lo disruptiva que fue la propuesta de Spider-Man: Into the Spider-Verse, porque hay mucho más detrás de esa mirada. Y todo ese rejunte es el que hace que esta sea, sin duda, una de mis películas preferidas en CGI.
Sony Pictures Animation demuestra que no le tiene miedo a nadie. Con el respaldo de haber hecho historia con -justamente- Spider-Man: Into the Spider-Verse, el estudio volvía a demostrar que está jugando en otra liga. En ese lugar donde los críticos dicen que Disney y Pixar están estancados ofreciendo propuestas muy similares entre sí (algo con lo que no estoy muy de acuerdo), irrumpe esta cinta con una mezcla explosiva de colores intensos, animación super dinámica, humor frenético y un corazón gigantesco, convirtiéndose en un verdadero torbellino de creatividad y emociones. Y por más que sea una frase trillada, este es realmente el momento para usarla.
Y como hice toda una introducción para perpetrar el concepto de la evolución inspiracional de cualquiera a quien le guste el arte en general, me veo obligado a comentar que la película está dirigida por Michael Rianda, quien supo trabajar anteriormente en Gravity Falls. Aunque no parezca, la experiencia en la fluidez del relato que manejaba la serie animada, tiene muchísima influencia acá. En pocas palabras, la película nos presenta a los Mitchell, una familia disfuncional que, en medio de una crisis entre dos de sus integrantes, se ve obligada a salvar el mundo de un apocalipsis tecnológico. Katie es una adolescente que siente que a su padre no le interesa nada de lo que ella hace, encontrándose incomprendida. Su madre, conciliadora en la mayor parte del tiempo, intenta que ambos lados resuelvan sus conflictos. El padre, un tipo grandote y un tanto tosco y urso, piensa que la equivocada es su hija y ni siquiera lo intenta. Esta falta de comunicación no solo va a ser la problemática entre los personajes, sino también el disparador para el mensaje que deja de fondo.
Detrás, una rebelión tecnológica abismal, donde una Inteligencia Artificial se siente traicionada por su creador. En este punto, las referencias son increíbles. Si viste la película, o si la estás por ver, vas a entender perfectamente la suerte de parodia. Si bien hay una centralización estereotipada de cualquier joven exitoso que empezó con un startup y llegó a ser millonario con productos tecnológicos que generan obsesión en los consumidores por querer pertenecer a una grupo ficticio pero que se ve bien de cara a terceros, la película se encarga de dejar bien en claro a quién se refieren. The Mitchells vs the Machines muestra una crítica social fuerte y una emocionalidad bien construida, pero el rostro principal de esta producción es la comedia. Física, absurda, irreverente, las constantes situaciones que vemos están cargadas de humor y me robaron varias carcajadas durante todo el metraje. No solo la primera vez que la vi, sino la segunda y la tercera también.
Y es que esta producción termina siendo una montaña rusa de acción y comedia, con escenas tan absurdamente divertidas y una dinámica tan intensa que no te das cuenta del correr de los minutos. No tarda mucho en arrancar y una vez que lo hace, es una locura tras otra. Como dije en un principio, la cinta es un festín visual, combinando animación en 3D con trazos 2D que parecen salidos directamente del cuaderno de bocetos de un adolescente hiperactivo, tal como la retratan a Katie, la futura estudiante de cine. Si bien la película en algún punto se aferra a los tiempos modernos de filtros, Instagram y TikTok, los videos de Katie (como dije, reflejado también en el estilo visual y comunicacional de la película) parecieran dejarla como una experta creativa en el uso del After Effects. Sin embargo, toda la forma de filmar que tiene ella recuerda a la concepción más básica de las ideas cinematográficas, al hecho de aprovechar todos los recursos que tenemos a mano para contar una historia, y esa pasión de querer contar una historia sin importar el por qué, simplemente por amor al cine.
Pero no me quiero quedar solo en esto. Como dije en un principio, hay algo que hace especial a The Mitchells vs the Machines. El aspecto visual es fabuloso, sí. La dinámica y el ritmo generan un remolino caótico de intensidad. Pero lo que realmente hace especial a esta película termina siendo su corazón. Hay una historia genuinamente conmovedora sobre esta familia protagonista, y trata muy bien el tema de la falta de comunicación y los distintos aspectos de la aceptación. Incluso habla del crecimiento, de encontrar ese lugar donde padres e hijos aceptan que se puede aprender, crecer, y que no existe una rivalidad ancestral que los separa. Es tan simple como aceptar al otro, intentar ver más allá de la cáscara. A veces nos quedamos sólo con nuestra propia concepción de cada situación, pero nos alejamos de ese intento tan valioso para comprender qué es lo que el otro piensa y, sobre todo, siente. En este contexto, Katie y su padre tienen una relación rota, y la película no teme mostrar las frustraciones y malentendidos entre ellos, sin perder el eje de la comedia, claro.
Otro punto fuerte es cómo maneja el tema de la tecnología. No se pone en el típico lugar de “la tecnología es mala, la modernidad nos arruina la vida”, sino que intenta matizar de una forma mucho más profunda estas cuestiones. Porque al final de cuentas, tanto las computadoras como los dispositivos móviles son, en resumen, un conjunto de piezas inertes que funcionan mediante electricidad. Y en el mismo concepto, las distintas aplicaciones o redes sociales son simples líneas de código. No hay bondad o maldad respecto a estas cosas en esta película, sino que se centra más en el uso que le damos, en la responsabilidad que tenemos. Pone al humano, de una forma completamente acertada a mi parecer, como único catalizador de lo que hacemos o dejamos de hacer. La tecnología es presa de nosotros, sin nosotros no puede existir, pero nos hicieron creer que es al revés. The Mitchells vs the Machines intenta luchar contra eso, a su forma y desde su lugar. Por eso mismo, Katie encuentra su voz a través de los videos que comparte en la web. El uso que le termina dando ella a la tecnología es solo un medio para poder encontrar su propia identidad, para comenzar a entender quién es, para conocerse. En contraparte, su padre ve a la tecnología como una barrera que los separa. Y esa lectura se plasma de una forma tan sutil pero profunda a la vez, que resulta maravilloso.