Cocaine Bear (2023)

Voy a mantenerme firme con la creencia de que las comedias de terror representan a un género completamente vapuleado. Porque, al parecer, ya no vale ni el esfuerzo. Las comedias de terror deberían tener, al menos así lo demuestran los grandes exponentes, toques de comicidad atados a situaciones donde uno no se esperaría que existiera humor alguno. Con el gore, pasa lo mismo. Hoy en día vemos gore en cualquier producción, así sea una película mainstream. El problema es que el gore no es el plato principal, sino un acompañamiento. El gore por sí solo no aporta en este subgénero, sino que debería estar atado a un contexto que lo permita. El gore en Scream VI cierra el ciclo de lo que el director quiere mostrar.
En Cocaine Bear pasa todo lo opuesto a lo que comenté en el párrafo anterior, y parece que todo el marketing que armaron alrededor del hecho real que le da pie a la historia, es lo único concreto que tiene para ofrecer. Uno de los géneros más complicados de hacer, es el género de la comedia. Lo dicen los grandes. Y parece que hay toda una lista inmensa de directores que pasan de largo esta certeza, y piensan que la mezcla de géneros es algo que se puede subestimar. Cocaine Bear no me hizo reír en ningún momento. Porque las situaciones no generan el contexto, los personajes son olvidables, y nada te atrapa como para sentirte cómodo dentro de lo propuesto.
Elizabeth Banks, quien dirige esta película, venía de hacer la nueva versión de Charlie’s Angels, aggiornada a los tiempos que corren y con toda esa corrección política que Hollywood cuece a sus productos. Está claro que con esta película quiso abrir un poco más el panorama como directora, pero el disparo le salió por la culata. Si nos ponemos a analizar el guion, vemos que está en manos de Jimmy Warden, quien llevo a la saga The Babysitter a su muerte luego de escribir la innecesaria secuela. Entiendo que no todos reparan en estos detalles, pero atando cabos es cuando entiendo por qué una película, generalmente, es lo que es.
La historia es lo que muestra el trailer: un traficante desecha todos los paquetes de cocaína que lleva en su avioneta sobre el bosque, en pleno vuelo. Un oso que andaba por la zona, aferrándose a su curiosidad, comienza a comerse los paquetes y, en un abrir y cerrar de ojos, se hace adicto a la cocaína. Esto lo lleva a ser, de repente, un sádico animal sediento de sangre y, en otros momentos, un alivio cómico. La mezcla en ningún momento convence ni te da nada de dónde agarrarte. Los efectos están bien, el gore está bien, pero todo sin alma, completamente vacío.
Otra cosa que no tiene alma son los personajes. Imposible generar empatía con ninguno ya que todos están llevados al extremo. No solo por el propio papel que les dieron, sino por sus propias interpretaciones, en la mayoría de los casos, alejadas de lo que los actores suelen hacer. Así es como vemos a Keri Russell (Mission: Impossible III, Dark Skies, Antlers) a quien recordaré eternamente por la serie Felicity; Alden Ehrenreich (Twixt, Beautiful Creatures, Solo: A Star Wars Story); O’Shea Jackson Jr. (Straight Outta Compton, Den of Thieves, Godzilla: King of the Monsters); y el gran Ray Liotta (GoodFellas, Hannibal, Narc) en su última película.
Cocaine Bear termina siendo otro claro ejemplo del mal que genera el llamado “hype”, un recurso muchas veces tramposo, con el que se le genera expectativas al público prometiendo algo que, finalmente, no logra entregar. Cocaine Bear prometía terror, y está lejísimos de ser algo que se pueda catalogar como terror. También prometía comedía, y tampoco hace reír. Me gustaría decir que la película se queda a “medio camino” de todo lo que propone, pero sinceramente, creo que no llega ni a un cuarto del camino que tenía pensado recorrer.