Azrael (2024)

Al menos a mí, siempre me hace ruido cuando a una película se la destaca por alguno de sus tecnicismos o de sus herramientas, por sobre su historia o resultado final. Hay películas con efectos especiales increíbles, como Eternals (2021) por ejemplo, que no terminan siendo memorables porque su historia no se lo permite. Que lo que llame la atención de Azrael (E.L. Katz, 2024) sea que casi no hay diálogos en la película, me levanta alguna sospecha. Sobre todo, porque el cine mudo fue fundacional de todo lo que vemos hoy y duró más de 35 años, teniendo incluso su época dorada. Quizás crean que este comentario es demasiado purista, así que voy a terminar esta introducción con dos ejemplos clave: A Quiet Place (John Krasinski, 2018) y The Silence (John R. Leonetti, 2019), aunque con resultados disparejos entre ellas, necesitan abrazar la premisa del silencio como parte de su eje y aún así funcionan. El silencio es un trazo narrativo, y no una tesitura de marketing.
¿Es necesario que los personajes de Azrael no puedan hablar? No. Realmente sería lo mismo si pudieran hablar para comunicarse y, por el propio enemigo, hacer silencio en los momentos necesarios. Incluso con esa mirada, la explicación que se le da a este detalle es demasiado rebuscada. Y es que cada tanto, el cine de terror nos trae este tipo de experimentos narrativos que buscan desafiar las convenciones del género, más por un intento de rebeldía que por una idea fuerte o construcción argumental. Hay una imposición durísima por triunfar, por los números de taquilla, por la necesidad de vender antes que entretener, que muchas veces se termina perdiendo el rumbo. Azrael es la nueva apuesta de E.L. Katz (ABCs of Death 2, Channel Zero, Teacup) sobre un guión de Simon Barrett (V/H/S, Blair Witch, Godzilla x Kong: The New Empire), un guionista bastante disparejo pero que supo ganar mi corazón con You’re Next (2011) y The Guest (2014), ambas dirigidas por Adam Wingard (Godzilla vs. Kong). Esta película se suma a esta nueva tendencia de películas sin diálogo, que de alguna forma “comenzó” con No One Will Save You (2023). Aquella cinta no me convenció con su “terror mudo”, como tampoco lo hizo la que hoy nos une en esta reseña. Esta elección técnica que en teoría debería potenciar la inmersión, solo acentúa los vacíos de una historia que se desmorona cuanto más se la analiza.
Vayamos paso a paso. ¿Qué tiene de distinto Azrael más allá de su “no diálogos”? Desde el inicio, la película nos sitúa en un mundo postapocalíptico donde “el rapto” ya ocurrió y los humanos que quedaron han renunciado al habla como una forma de penitencia. Esa es la explicación. “El rapto” (para aquellos que no lo sepan) es un hecho bíblico (sí, la película tiene muchísimas tendencias religiosas) donde el creador se lleva a los “justos” de la faz de la tierra y deja a los pecadores mientras el infierno se hace un festín con ellos. Muy comprensivo este Dios católico que mete en una misma bolsa al asesino más sádico de la historia con tu viejo o tu vieja, que trabajaron toda su vida, dieron todo por su familia pero como no fueron a misa el domingo son los peores herejes y merecen el castigo eterno. Bueno, más allá de la crítica irónica, esta película sucede ya con los humanos internados hace años en este caos, con todo esto normalizado, por así decirlo. El problema es que esta premisa, que podría haber servido como base para una exploración más profunda del fanatismo religioso y la supervivencia, nunca se desarrolla más allá de un par de líneas de texto al principio. A partir de ahí, la narrativa deja al espectador a la deriva, sin contexto claro sobre los personajes o sus motivaciones, convirtiéndose en una historia completamente situacional.
El problema con estas películas situacionales, al menos para mí, es que cuentan algo que no tiene fuerza. Una película situacional, al menos en mí propio diccionario, es de esas películas que, tal cual dice su definición, cuentan un breve lapso de la vida de nuestro personaje principal. No hay una construcción, un desarrollo, un camino que nos lleve de la A a la Z marcando todo un camino que nos prepare para el final. Este tipo de narrativas responde a lo inmediato de la historia. Por ejemplo, si tuviéramos que hacer una película de mi vida, podríamos empezar contando mi formación, mi crecimiento, la educación que me dieron mis padres, y lo que viví en los años previos a ser un adulto. Eso me define como personaje, me da motivaciones y ya se entiende mi búsqueda como ser humano. Después se mostraría todo lo que hice para llegar a ser quién soy hoy en día, los momentos altos, los bajos, las penas y las glorias, mis relaciones y mis pérdidas. Todo eso conduce a un desenlace, a mostrar esa búsqueda que inicialmente se planteó de mi camino, sea cual sea. Una película situacional, sin embargo, contaría que hoy a la tarde me levanté de la silla, llevé a mi perro a la veterinaria, y cuando volví pasé por el kiosco a comprar una Monster sin azúcar. Y listo, eso es todo.
Quienes ya me conocen, saben que no pretendo que todas las películas cumplan a rajatabla cierta estructura del cine. Así como tenemos joyas como Reservoir Dogs (Quentin Tarantino, 1992) que rompía con los esquemas establecidos hasta el momento, también tenemos otros exponentes como las sagas de Star Wars, Harry Potter, The Lord Of The Rings e incluso Matrix, que en gran parte respetan las reglas de lo que se conoce como “el viaje del héroe”. Está claro que no pretendo eso, pero sí me gusta que la historia que me están contando o me estén por contar tenga, al menos, un mínimo encanto, algo atractivo. Volviendo a mi ejemplo, ver cómo llevo a mi perro al veterinario y cómo paso por el kiosco a comprar una bebida energizante no tiene nada llamativo. No hay un gancho, no hay un motivo claro de por qué hago lo que hago, de por qué lo hago en ese momento y de esa forma. No hay un principio que genere nada ni un final que cierre nada. Y sin ser tan extremista, Azrael me resultó algo así: un momento puntual y particular de un personaje que no conocemos, del que no sabemos por qué hace lo que hace ni por qué va hacia donde va, a la que le ocurren un par de situaciones aisladas y presas de la casualidad, y todo termina con tintes épicos (desde lo cinematográfico) sin mucho interés, apelando solamente a una vuelta de tuerca impactante.
Samara Weaving cumple. Siempre cumple. En una comedia de terror como Mayhem (2017) o The Babysitter (2017); en un survival de acción y terror como Ready or Not (2019); o incluso en películas de acción como la locura de Guns Akimbo (2019) o Snake Eyes: G.I. Joe Origins (2021). Ella siempre, con su mirada y sus gestos, regala una presencia magnética en pantalla, aferrada al peso del relato. Su actuación es intensa y física, transmitiendo angustia y determinación sin necesidad de palabras, incluso, por momentos, logrando llegar mucho más allá de lo que la historia propone. Literalmente, se carga la película al hombro. Lamentablemente, incluso su talento tiene un límite cuando el guión no le da sustancia con la que trabajar. Y destaco lo que decía antes: la historia no tiene nada para contar y, por ende, su brillo queda solo en un mar que se construye a medias tintas, buscando destacar por su premisa de “no diálogos” y un final impactante que nada tiene que ver con el resto de la película. Nada de lo que le pasa a ella se siente real, en ningún momento logramos generar una real empatía con el personaje porque no sabemos qué le pasa, quién es, hacia dónde va, o si es víctima o victimaria. Sí, son preguntas que encajarían perfecto en otra historia, pero no con esta narrativa.
Porque a final de cuentas, la película sugiere más de lo que realmente muestra. Hay una comunidad sectaria que la persigue a ella, hay criaturas que parecen humanos pero no lo son, que acechan en la oscuridad y se guían por el olor de la sangre, y hay un intento de crítica religiosa de fondo, pero realmente nunca se compromete del todo con ninguno de estos elementos. Los pone sobre la mesa, pero nunca se hace cargo de ellos, no les da el peso que realmente tienen que tener. La secta es sólo una amenaza genérica, podrían ser invasores españoles, comunidades precolombinas, jugadores de la selección portuguesa de Handball o vampiros marxistas con tendencias neoliberales, que daría exactamente lo mismo. Los monstruos funcionan como un recurso más de la ambientación sin una verdadera construcción de su mitología. Si uno no comprende o no conoce el detrás de escena de lo que propone “el rapto”, nunca termina de cerrar el concepto sobre la demonología. Como dije antes, parecen una suerte de zombies carroñeros que están ahí por algún motivo. El subtexto religioso, como si todo lo anterior fuese poco, se reduce a pinceladas superficiales que jamás terminan de encajar en un discurso sólido. Como ya dije, se intenta sustentar con la escena final como si sólo ese instante fuese el que realmente importa.
Y no se crean que cuando soy duro con una película lo hago contento o feliz. Si realmente una película no me gusta o no me interesa para nada, creo que no gastaría tiempo ni energía en dar mi opinión. Azrael se siente como una oportunidad desaprovechada, esa es la sensación final que me quedó. La película tiene algunos momentos de creatividad muy bien logrados en su puesta en escena, con un diseño de producción que si bien no derrama dólares al aire, logra transmitir cierto aire de opresión y de constante tensión por momentos. La fotografía acompaña en todo este caos, y se nota que desde lo visual, al menos hay una búsqueda. Hay momentos muy aislados en los que el ritmo se acelera y la violencia gráfica inyecta energía a la narración, puntualmente en las escenas de acción. Pero termina siendo solo eso: pequeños momentos que quedan en el olvido.
El mayor pecado de Azrael es su desconexión con el espectador, al menos en mi propia experiencia. Puntualmente, todo eso que vengo contando sobre esa historia sin mucho rumbo que no genera interés. Bajo mi punto de vista, no recibí en ningún momento la información suficiente para involucrarme emocionalmente con el personaje (tal como dije párrafos anteriores), y cuando finalmente se nos revelan ciertos puntos clave llegando hacia el final, ya es demasiado tarde. ¿Tiene impacto la escena final? Sí, me hizo abrir los ojos por un instante, incluso sonreí. Pero no fue diferente a lo que me genera un reel de Instagram, completamente fuera de contexto, durante breves segundos. El impacto, rápidamente, se diluye sin fuerza, porque más allá de lo que intenta lograr, la película en ningún momento construye una base sólida para que esas revelaciones realmente importen.
Es realmente una pena, porque Azrael podría haber sido un gran ejercicio de estilo, pero nunca justifica del todo su propia existencia. Se apoya en una estética postapocalíptica y en la presencia de una actriz talentosa, pero no logra ir más allá de su punto de venta: el “no diálogo”. Como dije antes, tiene buenas ideas, pero nunca las logra plasmar de forma eficiente. Pareciera que intenta buscar atención de la forma equivocada, sacando a relucir ciertos recursos que realmente no la potencian, sino que se convierten en un obstáculo narrativo, y no debería ser así. En 1927, un tal Fritz Lang filmaba una de las mejores películas de la historia, llamada Metropolis. Siendo el pináculo del expresionismo alemán, logra crear una joya futurista y de ciencia ficción del cine mudo donde una clase privilegiada explota al resto de lo que no son pares. Magia, genialidad, crítica social y política, en una película que no tenía diálogos sonoros por las propias limitaciones de la época, pero que tampoco lo necesitó para contar lo que quería contar.