The Ugly Stepsister (2025)

En los cuentos tradicionales, el centro suele estar reservado para figuras luminosas: princesas agraciadas, héroes virtuosos, trayectorias que culminan en consagración. Pero en las versiones más antiguas —como la de los Hermanos Grimm— el relato de Cenicienta tiene un corazón cruel. Las hermanastras se cortan los pies para forzar el zapato, y son castigadas con la ceguera por aves vengadoras. En la versión que propone la noruega Emilie Blichfeldt en The Ugly Stepsister, esa violencia deja de estar en la periferia del cuento para volverse su estructura principal. Lo que se actualiza no es la fábula, sino su potencia sádica, revivida a través de un lenguaje cinematográfico que articula comedia negra, horror corporal y espíritu grotesco.
La protagonista de este relato es Elvira, una de las hermanastras de Cenicienta (Agnes), situada aquí como eje narrativo y punto de vista. En su universo, la belleza es una moneda de cambio, un sistema opresivo donde lo deseable es un estándar inalcanzable que siempre se puede empujar un poco más hacia lo monstruoso. Ser bella es ser elegible. No serlo, es quedar excluida no solo del amor romántico, sino del propio reconocimiento como sujeto.
The Ugly Stepsister no es simplemente una fábula grotesca sobre la belleza. Es un síntoma extremo de cómo el terror contemporáneo por momentos se permite suspender sus intentos por reparar lo quizás irrecuperable. En lugar de advertirnos sobre las violencias del mundo, se hunde en ellas, con rabia y sin consuelo, como forma posible y honesta de representación. Desde allí, la película no busca explicar, denunciar ni moralizar. No hay mensaje esperanzador ni reflexión terapéutica: hay cuerpos rotos, enfermedad y vómito. Un tipo de terror que no consuela, no salva, no enseña, sino que devora.
Elvira vive con su madre —una figura autoritaria que la presiona a transformarse— y con el cadáver putrefacto de su padrastro, cuya descomposición física funciona como metáfora de un sistema familiar y social en ruinas. La irrupción de Agnes, la media hermana “bella” que funciona aquí como figura de la Cenicienta clásica, activa el derrumbe de la identidad de Elvira. La comparación ya no es abstracta, sino encarnada: Agnes irradia todo lo que Elvira no puede ser, y su sola presencia reconfigura el eje del deseo. A partir de ese momento, el cuerpo de Elvira se convierte en campo de batalla. En donde ella misma sembrará las minas explosivas para luego posar su pie sobre ellas y disfrutar de la explosión.
Lo notable en la propuesta de Emilie Blichfeldt es que nunca recurre a una moralidad tranquilizadora. El film no critica los mandatos de belleza desde una perspectiva edificante ni invita al espectador a reflexionar sobre el amor propio. Muy por el contrario, la película se sumerge en los mecanismos internos de ese sistema y los lleva al extremo, sin ofrecer escape ni consuelo. Elvira no encuentra liberación ni identidad alternativa. Solo encuentra degradación.
En este recorrido, el cuerpo femenino es abordado como material maleable: se deforma, se disciplina, se medicaliza, se hiere. Uno de los puntos más radicales del film es la escena en la que Elvira decide ingerir un huevo de tenia con la promesa de adelgazar. La enfermedad como vía hacia la belleza. El interior del cuerpo se vuelve sonoro —crujen los intestinos, supuran las heridas— y el diseño de la sonoridad transforma las inseguridades en ecos parasitarios.
Elvira es una figura trágica, no por lo que le sucede, sino por lo que está dispuesta a hacerse a sí misma. Su madre funciona como agente reproductor del mandato social: moldea a su hija, la impulsa al sacrificio, legitima el dolor. El monstruo que Elvira encarna al final no es una anomalía, sino el resultado lógico de un sistema que convierte los cuerpos en herramientas de seducción, competencia y subsistencia. En ese punto, la película se desmarca incluso de las lecturas más conocidas del “body horror” femenino: no hay aquí deseo de libertad, ni venganza contra el canon. Solo sometimiento absoluto, llevado hasta su forma más extrema.
A pesar de algunos recursos formales cercanos al humor y a lo caricaturesco —zooms exagerados, música retro con sintetizadores, encuadres grotescos—, la película nunca permite un distanciamiento irónico. La experiencia estética es incómoda porque lo grotesco no está al servicio de la risa ni del comentario: está al servicio de una experiencia sensorial que obliga a habitar el cuerpo con dolor. La escena de la rudimentaria cirugía de nariz es increíblemente cruda y la vemos con los ojos entrecerrados imaginando el dolor que podría generar. Ni hablar de la costura ocular para implantar pestañas más largas y atractivas. Incluso en los escasos momentos de ternura, como la risa compartida entre hermanas, el film no ofrece alivio. Lo que sigue es caos.
The Ugly Stepsister se atreve a mucho por no decir: a todo. Lo más perturbador no es su violencia gráfica, sino su negativa a domesticar esa violencia para volverla mensaje. No hay moraleja. Solo restos. Y en ellos, la belleza aparece no como promesa, sino como amenaza.